Andrés tenía 10 años y cursaba 4º de Educación Primaria en un colegio cerca de su casa.

Se relacionaba bien con los compañeros de clase que conocía desde pequeño y con una compañera con la que, en algunas ocasiones, hacía los deberes.

Su amiga Estela, que así se llamaba, era muy lista, estudiosa, organizada y además muy buena, ya que cuando se ponía nervioso Andrés era capaz de tranquilizarle e interpretar para los demás lo que quería decir cuando al hablar se “atascaba” y comenzaba a enfurecerse.

Andrés se esforzaba pero nunca conseguía sacar buenas notas. Siempre se había expresado con cierta dificultad y cuando era más pequeño incluso hacía gracia. Pero ahora no, ahora se sentía raro e inseguro. Sus padres y algunos profesores  se ponían nerviosos y no sabían qué podía ocurrir y cómo ayudarle. A veces le regañaban creyendo que no quería crecer y así llamar la atención.

Si le preguntaba el profesor en clase se lo sabía, pero sus ideas y sus conocimientos  le salían desordenados como brochazos sin control  y entonces pensaba que no lo sabía, que no había estudiado.

¡Pero sí me lo sabía!  Se decía a sí mismo una y otra vez. Las palabras se me atascan; se me mueven y descolocan en la cabeza y nada… Prefiero escribirlo aunque noto que cada vez tengo más fallos también… ¡Nadie me cree!– pensaba.

Andrés utilizaba desde muy pequeño su memoria. Todo acababa aprendiéndolo así, pero ya en 4º de Educación Primaria todo empezaba a ser más complicado. La exigencia en cada curso es mayor, y este método ya no le era del todo útil.

Empezó a encerrarse en casa. No quería salir a montar en bici con sus amigos o dar unas patadas al balón que tanto le divertía.

Necesita más tiempo – le decían sus padres.

Lo mismo tienen razón – pensaba Andrés.

Poco a poco, dejó de ser el niño sonriente y divertido para estar todo el día de mal humor y nervioso.

En el colegio ya les habían dicho que tenía una dificultad  con el lenguaje sobre todo oral.

Las matemáticas y el razonamiento se le daban bien pero para todo necesitaba mejorar su expresión y cada vez le costaba más.

Debían haber tomado medidas antes y no llegar hasta este punto porque Andrés lo estaba pasando francamente mal. Incluso parecía estar un poco deprimido.

Hicieron caso de las orientaciones del colegio y consultaron con un especialista.

Ha pasado un año y medio desde este punto y Andrés por fin sabe que tiene un Trastorno Específico del Lenguaje y que necesita ayuda y un apoyo especializado.

Su buena capacidad en otras áreas le ayudó a avanzar con muchas dificultades  llegando  a vivir como en una pesadilla.

Ahora le va mucho mejor en el colegio y además ha entendido que sus amigos le aceptan y le quieren tal  como es y Andrés sigue siendo el chico que siempre había sido y que seguirá siendo. Eso sí, con la ayuda, el esfuerzo y la colaboración de sus padres, sus profesores y sus amigos.

 

Los niños con trastornos del lenguaje que son detectados y trabajados a tiempo suelen tener una evolución muy positiva. En cambio, si no se les evalúa y trata correctamente pueden originar síntomas como estrés, inseguridad, falta de autoestima e incluso depresión infantil, ya que son niños con un alto grado de frustración y con sensación de incomprensión por parte de los otros ya que ni ellos mismos pueden entender cuál es su problema.

No dejes que los problemas se superen solos. La mayor parte de las veces hay que descubrirlos, ponerles un nombre y hacerles frente. En esto, queremos ayudarte.

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